Capítulo XIV: Diciembre de 1990

La comisaría estaba poco frecuentada a aquella hora. Los pasillos aparecían casi vacíos y en el despacho de Gutiérrez había un par de putas madrugadoras que llevaban el chute recién puesto, a juzgar por el estupor instalado en su cara. La inminencia del mono las había echado a la calle a una hora tan poco propicia para encontrar clientes.

Como sus tarifas eran muy módicas, de ningún modo daban para un par de papelinas, y cuando los primeros sudores fríos comenzaban a apremiarlas decidieron entre las dos robarle la cartera al primer parroquiano que se prestó a una rápida sesión de sexo oral en un zaguán. Para cuando el ingenuo receptor de la mamada matutina se dio cuenta de que le habían volado la cartera, sus billetes ya se habían convertido en polvo narcótico que circulaba por las venas de las lumis. Habían tenido que sacar de la estancia al vociferante cliente para poder tomarles declaración a ellas. En eso estaba Gutiérrez cuando Jonás asomó por la puerta.
—Pasa; en un momento estoy contigo.
Gutiérrez anotaba con funcionarial desgana las torpes exculpaciones que las dos mujeres iban desgranando con todo el escaso interés que les permitían sus mentes ralentizadas por la heroína. Una vez las hubo despachado, se volvió hacia Jonás quien, con lo que había oído, se hizo perfectamente cargo de lo sucedido.
—Esto es pura rutina —explicó Gutiérrez—, la cartera vacía del pringado aparecerá en cualquier papelera de la calle y el pobre diablo, con un poco de suerte, habrá recuperado sus carnés. Al menos, habrá aprendido que en manos de éstas el dinero se convierte en jaco en menos tiempo del que él tarda en correrse. Cuando se dé cuenta de que no hay posibilidad alguna de que el dinero que le han birlado vuelva a su bolsillo, empezará a maldecir por haber venido a denunciarlas y que su nombre quede registrado en nuestros ficheros. Mañana, lo más tardar, vendrá a retirar la denuncia. Ya tenemos un cajón donde guardamos las que sabemos que vamos a tener que romper.
—Al menos, os ahorraréis poner mucho cuidado en su redacción ¿no?
—Supongo que ponemos mucho menos que tú en tus crónicas. Lo tuyo siempre lo leerá alguien. Este género es más efímero. Únicamente dura un poco si el pringao este tiene la infeliz ocurrencia de volver al mismo sitio donde las contrató y trata de resarcirse de algún modo. Eso le puede traer un encuentro con el chulo o con el camello; y, si es aún más torpe de lo que parece, podemos volver a verlo por aquí. Si se contenta con que sólo le hayan robado y no pide que le den unas hostias o un pinchazo, todo este asunto se habrá acabado para nosotros y puede que nunca más tengamos noticias de él. Ellas seguirán recalando por aquí con asuntillos menores durante algún tiempo. A estas les doy tres años de plazo, como máximo; después ya no volvemos a saber nada de ellas. Otras habrán ocupado su lugar. Aquí hay mucha rutina.
—Entiendo. Casos como el del capado post mórtem de la calle Desengaño supongo que no serán muy frecuentes.
—No, claro, aparecen mucho más de tarde en tarde.
—Y son más interesantes.
—Si te cae uno de esos en las manos, entonces es como si volvieras al principio. Es como si después de llevar veinte años casado te enamorases de nuevo. Mira, en la comisaría, el noventa por ciento del trabajo que haces es como el que acabas de ver. Sólo cuando acabas de empezar te lo puedes tomar en serio. Las putas, los yonquis, los rateros de poca monta son como la mierda que todos tenemos en los intestinos: una cosa que da asco pero que, como necesitas comer para vivir, lo produces aunque no te guste. En la digestión de las ciudades aparecen estos productos residuales. Enseguida te das cuenta de que querer erradicar toda esa basura urbana sería como pretender comer y no cagar. Cumples con tu trabajo que viene siendo un negociado de lumpendelincuentes multirreincidentes. Los hay de sol y sombra, que alternan temporadas más o menos largas en el trullo con otras en las calles, y que parece que cambian del uno a las otras cuando se cansan; y otros que se las van arreglando para pasar la mayor parte del tiempo en libertad. Casi toda esa gente se traza de modo más o menos consciente una raya que procuran no traspasar. Y en los bordes se van manteniendo. Los polis como yo somos los vigilantes de esa línea; y al que se pasa lo retiramos de circulación por un tiempo mayor. Es como un juego, y en cuanto descubres sus reglas se hace bastante aburrido. Sin embargo, el cabrón que hizo lo de la calle Desengaño es un mirlo blanco. A ese sí que tiene sentido retirarlo de circulación, Ese, si desaparece, nadie viene a sustituirlo porque es un ejemplar único y muy dañino. Ese y otros como ese son los que te puedes encontrar a la salida de un restaurante o cuando vuelves tarde a casa porque has tenido que quedarte trabajando y te la juegan sin que tú hayas ido a su encuentro. Un tipo así, si no lo paras a tiempo, se puede llevar por delante a su buena docena de personas que no se meten con nadie. Además de crueles, son listos los cabrones, aunque estén majaras perdidos, y dar con ellos te obliga a emplearte a fondo. Hay que meterse en su cabeza sin conocerlos y tratar de salirles al encuentro. En fin, todo un reto profesional. Pero, bueno, no sé por qué te estoy contando todo esto. Los periodistas, coño, siempre os las apañáis para hacernos hablar más de lo aconsejable. Como siempre miráis con esa atención que hasta parece que os interesa lo que decimos...
—¡Claro que me interesa lo que me cuentas! Si precisamente venía a pedirte los detalles que puedas proporcionarme del crimen del otro día.
Al oír la pregunta de Jonás, la actitud de Gutiérrez se volvió más reservada. Lo que le llevó a pensar que estaba ocultando algo.
—No hay mucho más de lo que tú has podido ver. —Respondió sin mucha convicción.
(…)

Bernar Freiría

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