Cap. VI: En la guarida del león

La mañana estaba húmeda y en las inmediaciones del puerto los cafetuchos albergaban pequeños grupos de individuos cuyas curtidas caras revelaban una estrecha relación con el mar. Frente a ellos, en la barra, humeantes tazas de café o copas de cristal grueso conteniendo una promesa ambarina de calor trataban de contrarrestar el encogimiento producido por una niebla que parecía salir del mar para engullirlo todo.

—¿Saben dónde puedo encontrar a un patrón? Feliciano Floro… León creo que le llaman.
—¿En qué barco anda?
—La verdad es que no lo sé. Tampoco estoy muy seguro de que ahora ande embarcado. Sé que para por aquí.
—Aquí hay muchos patrones. No hay quien los conozca a todos.
Miradas esquivas, evasivas o teatrales encogimientos de hombros. Después de la tercera barra visitada y el cuarto café ingerido, ante el temor de que hubiese renunciado al apodo que tanto le enorgullecía e incluso que hubiese adoptado un nombre falso, recurrí a la descripción física. Pronto me di cuenta de que este recurso me hacía todavía más sospechoso. Me detuve oportunamente. De seguir así, en poco tiempo mi sola presencia sería suficiente para hacer cesar todas las conversaciones en unos cuantos metros a la redonda.
Podía optar entre ser silencioso y procurar reunir discretamente la información precisa para ir a tiro fijo al encuentro con Feliciano o bien hacer el suficiente ruido para que le llegase y saliese él a mi encuentro. Pronto descarté este último procedimiento. Aunque no dudaba de su eficacia, temí que pudiera hacerme indeseable. Intuía que, si quería adentrarme en un territorio fronterizo, debía empezar a caminar con discreción y sin ser oído.
Pero me urgía encontrarlo. Tenía que volver a mi trabajo en Madrid. Consuelo, la todopoderosa gran clueca de la editorial, me había concedido el favor de poder pasar un número indeterminado de días con mi familia, pero se trataba de una gracia de la que nunca convenía abusar.
A pesar de que la fría humedad se clavaba en los huesos, decidí pasearme por el puerto para ordenar mis pensamientos y urdir una estrategia más eficaz que la que estaba poniendo en práctica. Comencé a caminar por el largo dique. La niebla había levantado algo. Aún así, el cielo y un mar manso se fundían en una masa de color gris plomizo en la que las embarcaciones amarradas o las escasas que entraban o salían ofrecían unos contornos desdibujados que les conferían un aspecto irreal. Casi todas tenían una pequeña grúa para los trabajos en las numerosas bateas de mejillón que jalonan la ría.
La imagen de domesticidad que ofrecía el puerto me pareció engañosa. La recogida o la siembra del mejillón no difieren mucho de las labores del campo. El pequeño recorrido en el barco hasta llegar a la batea tampoco parece muy distinto al paseo para ir a una finca situada en las cercanías. Para un marinero, la ría es la propia casa. El mar llega hasta el propio hogar. Pero al mismo tiempo es una invitación al resto del mundo. La ría comunica con el océano y el océano es el mundo entero. El mar, no hay que dejarse llevar por las apariencias de las generalmente tranquilas aguas del interior de la ría, es riesgo y aventura. El marinero es cazador, mucho más transgresor que el labriego cuya mansedumbre desprecia. Con ese tipo de hombre me las tenía que ver, y era mejor que lo tuviese claro desde el principio. Para un cazador metido en faena sólo existen presas, compañeros de batida, o bien obstáculos y distracciones.
En una de las rampas del dique, un grupo de personas estaban metiendo a bordo aparejos y víveres para hacerse a la mar. Me deslicé hasta la proximidad del barco. Uno de los marineros cogía los bultos y los depositaba sobre la cubierta de la embarcación. Cuando se disponía a saltar de nuevo a tierra, se encontró con una caja que yo le pasé con gesto de normalidad. Hasta que no hube acarreado el tercer bulto no inicié la conversación. Procuré que pareciese que no tenía ningún interés especial en lo que estaba haciendo y que mi curiosidad no pasara de una atracción genérica por una actividad que por fuerza había de resultar pintoresca para alguien con inequívoca pinta de señorito de ciudad. En esos casos da mejor resultado parecer algo torpe. Inspira más temor y desconfianza quien demuestra conocer en qué terreno se mueve. Aparentando ser un forastero desocupado, curioso y algo bobalicón, como sólo lo puede ser quien se interesa por lo que no le concierne, inicié una conversación mientras procuraba que la utilidad de mi ayuda predispusiera favorablemente a mi interlocutor. Lo había buscado joven deliberadamente: la desconfianza es como una segunda piel que se va engrosando con el tiempo y la rudeza exterior.
—¿Qué pescáis?
—Lo que cae.
—¿Con red?
—Sí, con red. Pero las hay de muchas clases.
—Ya me imagino. ¿Y la de este barco cómo es?
—Nosotros pescamos al arrastre. Tiramos el aparejo por popa, nos damos una vuelta por ahí para que se llene y después lo subimos a bordo.
—¿Y siempre se llena? —la mirada del marinero me hizo pensar que me estaba excediendo en mi papel de pardillo.
—Unas veces sí y otras no.
Parecía que se iba a instalar en un laconismo que me haría perder otra vez la partida. Volví a intentarlo.
—¿Y qué hacéis para que se venga más veces llena que vacía? Porque supongo que pescadores los habrá buenos y malos ¿no?
—Claro, el patrón es el que sabe dónde hay que echar el aparejo. Un buen patrón trae peixe cuando los otros vuelven con la bodega casi vacía.
—El patrón es el que manda el barco ¿no? —Dije y, sin esperar respuesta a la obviedad, añadí:
— ¿Hay patrones de fuera o son todos de El Grove?
—Alguno hay que no es del pueblo; ¿por qué?
—Una vez coincidí en un avión con un tipo muy simpático. Era de León y creo recordar que me había dicho que trabajaba de patrón en El Grove. ¿Lo conoces por casualidad? Me gustaría saludarlo. —Me di cuenta de que me estaba evaluando y decidí seguir hablando para darle ocasión de que se persuadiese de lo inofensivo que yo era— En realidad estoy aquí por lo que me contó de este pueblo, sobre todo de lo bien que se come.— Después de una breve pausa añadí para que no olvidase, o fingiese olvidar, mi anterior pregunta —Me parece que se llama Feliciano y que es de la zona de Ponferrada o del Bierzo, no sé, —hice como que buceaba en la memoria en busca de datos— me habló de las minas de carbón, así que debe de ser de por ahí.
—No sé si sigue por aquí. Solía comer en O Corgo, cerca del puerto.
—Supongo que será un buen sitio para comer, a nuestro hombre parecía gustarle la buena mesa. Si no lo encuentro, al menos podré ponerme a gusto. —Aunque no esperaba una nueva información, seguí representando precavidamente mi papel; no sabía muy bien de qué me defendía, pero era consciente de que podía estar acercándome a alguno de los círculos del infierno de Dante y debía obrar cautamente.
Decidí quitarme de en medio hasta que se aproximase la hora de comer. Después de haber localizado el local que me había señalado mi joven comunicante, cogí el coche y me acerqué hasta Pontevedra donde en una cafetería podía dejar transcurrir el tiempo en el anonimato de la ciudad.
A las dos en punto estaba en O Corgo abordando, esta vez con toda decisión y dando por supuesto que sabía que lo podía encontrar allí, a un camarero de aire desgarbado:
—¿Ha venido ya Feliciano, León?
Mi tono quería denotar seguridad pero temo que exageré un poco y sonó autoritario. En su semblante casi se pudieron ver las valvas de una almeja cerrándose.
—Esta mañana pasó por aquí para dejar recado de que tal vez no venga a comer —afirmó mientras una mirada suya hacia atrás me alertó. Feliciano salía en aquel momento de una puerta a mitad de camino entre el lugar donde nos encontrábamos y un pasillo que debía de conducir hacia el interior de la cocina. Dejé al camarero con gesto contrariado y me dirigí a grandes trancos a su encuentro.
Un leve gesto de sorpresa sin sombra de incomodidad, según me pareció, precedió un instante a una franca sonrisa de bienvenida. Sin mediar palabra me extendió los brazos y nos fundimos en un fraternal apretón acompañado del ya ritual par de besos en ambas mejillas. Me señaló una mesa ocupada por dos individuos que me miraban con extrañeza. No me preguntó qué hacía allí ni cómo había dado con él. Me pareció que le interesaba aparentar ante los de la mesa que mi presencia allí era algo normal. Supuse que por alguna razón no quería mostrar ante ellos que alguien podía encontrarlo sin que él lo supiese previamente. Me presentó a los dos sujetos. Sólo recuerdo que al más hablador e incisivo le llamaban Páxaro, seguramente por su nariz aguileña aunque en mi recuerdo perdura sobre todo su mirada penetrante que, de tener que clasificarlo en el orden taxonómico que sugería su apodo, me haría incluirlo en la familia de las rapaces. Feliciano me presentó a ellos como “un viejo amigo de los tiempos difíciles”.
—Se dedica a escribir cosas raras. Cuando se decida a sacar un libro de aventuras, va a contar mi vida.
—No me digas que tienes un amigo escritor, León. Joder, qué fino. —Luego se dirigió a mí más conciliador O Páxaro— Están muy bien los libros de Vázquez Figueroa. Me acuerdo de alguno que leí al ir y volver de ruta cuando andaba al Gran Sol.
—Pues hay una novela del Gran Sol que a mí me pareció buena, pero que vosotros los gransoleros sois los que de verdad podéis saber si cuenta algo que se le parezca. Es de un tal Ignacio Aldecoa.
—Sólo me faltaba leer cosas del Gran Sol yendo al Gran Sol. ¡Ni que hiciera falta ambientación! —dijo despectivo O Páxaro. Y añadió en tono exageradamente didáctico:
—El libro de instrucciones lo coges con la cartilla de navegar; si no, ya no te lo dan en ningún sitio, ¿sabes?
Su condescendencia resultaba más humillante que si hubiese hablado con desprecio. Me estaba bien empleado por no haber conseguido dominar un reflejo pavloviano al oír hablar de libros. Era el colmo de la ingenuidad pretender charlar de literatura con los interlocutores que tenía enfrente. La experiencia, eso sí, me sirvió para darme cuenta de que tenía que ser más cauto. Y, sobre todo, de que estaba frente a una realidad desnuda, sin mediaciones. Entonces yo habitaba un mundo poblado por metáforas que hace contemplar en clave libresca hasta los asuntos más serios. Este modo perverso de ver las cosas, propio de quien se ha situado en una orilla desde la que observa discurrir la vida plácidamente, acaba por cubrirlas con un velo de irrealidad.
Tal vez por eso —lo pienso ahora, en aquel momento mi estado febril me impedía reflexionar—, después de varios años de extraño en el paraíso quería ver de cerca un mundo más real. Mi error mortal consistió en sentir la llamada de la selva creyendo que me encontraba en un safari fotográfico después de recibir las pertinentes vacunas contra las enfermedades tropicales. Y los leones que oiría rugir, creía que protegido por una prudencial distancia, no eran de atrezo; ni tan siquiera de zoológico.
Poco a poco dejaron de prestarme atención y la charla se deslizó hacia los temas tópicos que supongo que solían ser habituales en sus comidas. Hablaron de pesqueros, de bateas de mejillón, de conocidos mutuos, de reparación de barcos… de una cotidianidad que, tan sólo porque mi actividad no tenía nada que ver con aquel mundo de argonautas de ría, me resultaba vagamente exótica. Únicamente se me abrió una ventana que me permitió atisbar un destello. En un momento especularon acerca de la inversión necesaria para contar con un número suficiente de bateas para poder vivir sin complicaciones. Hablaban de ello sin excesivo interés, como si se tratase de algo a su alcance pero que no formase parte de sus planes inmediatos. Desde luego, se referían al dinero con una cierta despreocupación, bien distinta de la avidez de quien apenas le alcanza para llegar a fin de mes. En ningún momento se aludió a propiedades. Aunque su modo de hablar tampoco permitía excluir que tuviesen algunas mejilloneras en explotación. Si se trataba de contrabandistas, no lo eran a tiempo completo. En todo caso, me parecía claro que tenían otras ocupaciones y no se trataba de simples tapaderas. Muchos de los estereotipos que yo traía habían de ir cayendo. No es que me esperase encontrar la feliz comunidad de bucaneros de la Isla de la Tortuga, pero la conversación probablemente no diferiría mucho de la que se sostenía en cualquier otra mesa del local, o de cualquier local de cualquier puerto pesquero de los que jalonan las rías. Probablemente la única diferencia apreciable sería el tono de las voces. Las de mis acompañantes tenían una firmeza y una determinación poco comunes.
Me sentía cómodo en mi condición de espectador semiignorado y no hice esfuerzo alguno por intervenir en una conversación en la que únicamente podía hacer preguntas que me situarían automáticamente en el papel de habitante de otro mundo. Una vez que dimos cuenta de una caldeirada de raya algo más que correcta, tras los cafés establecieron una cita de un modo enigmáticamente irreproducible; desde luego alguien que, como yo, no estuviese al tanto de sus asuntos no podría saber si se encontrarían al cabo de cinco minutos o de cinco meses. No obstante, tuve la impresión de que no se verían a lo largo de esa tarde al menos.
Se levantaron nuestros dos compañeros de mesa y me enfrenté con la mirada de sorpresa y recelo de mi viejo amigo.
—No me digas que ya aparezco en las páginas amarillas.
—Me hubiera facilitado la maniobra. Telefónica debería hacer un seguimiento de los que tenéis algo que ofrecer e incluiros automáticamente.
—Ya me sobran las tías sin publicidad.
—Imagino que comprenderás que mi interés es completamente diferente.
—Desde luego; pero de ti siempre espero amistad, no interés.
—Naturalmente, pero además vengo buscando algo que sí te puede interesar a ti. —Decidí ganarme su colaboración a través de la vanidad.— Tengo tema y necesito personaje para una novela que me anda rondando la cabeza.
—¿Y has pensado en mí? No me lo puedo creer. Al fin el gran, el magnífico novelista Andrés Reboiras se ha fijado en este humilde aventurero y va a incluirlo en una de sus intrigas para intelectuales. ¿Y qué papel tengo yo ahí?
—Nada de complicaciones intelectuales. Aventura y acción en estado puro. Y tú de eso no debes andar falto.
—Ya sabes que la aventura es lo que se cuenta. Lo que se vive es la desventura.
—Ya lo contaré yo. Acércame tú al asunto.
—Si lo sabes todo de mí. Conoces de sobra todas mis andanzas.
—Precisamente lo que desconozco es lo que me interesa. Y hace algún tiempo que no sé nada de ti.
—Tampoco tiene el más mínimo interés, no te vayas a pensar. Me he aburguesado. Lo que pretendo es que no haya desventuras que contar en adelante.
—No me vas decir que algún armador te ha dado trabajo de contable y que tu vida transcurre ahora entre facturas de reparaciones.
—No es eso; pero hay mucha más rutina que otra cosa en lo que hago.
—No te conozco, León. Si hasta arreglar los papeles de los días de mar para el título de patrón tenías la virtud de convertirlo en un trapicheo con los que tenían que firmártelos, y ahora me hablas como si fueras un funcionario. ¿Quieres ocultarle algo a tu compinche? ¿Por quién me tomas?
Lo directo de mi interpelación lo desarmó. Acusó recibo dirigiéndome una mirada en la que apareció una breve chispa de complicidad que se extinguió rápidamente. Volvió a parapetarse detrás de una impenetrabilidad que no le iba en absoluto. Respondió con un laconismo forzado:
—El silencio ahora es parte de mi trabajo.
—Pues el mío va a ser enterarme de qué hay detrás de él. Así que pronto me tendrás por aquí. Vete inventando qué pinto yo en medio de todo esto, porque en cuanto arregle algunos asuntos en la editorial, vuelvo y me instalo aquí.
—Supongo que estarás bromeando. Esto no es ningún juego.
—No estoy pensando en jugar. Tengo un tema para escribir y está aquí. No voy a pasarme toda la vida adecentando las mierdas que escriben otros. Necesito publicar algo que me permita dar el salto para dejar de ser un autor semiclandestino. Estoy convencido de que aquí hay un asunto caliente.
—Ya lo creo, pero por aquí nadie tiene interés en que salgan a la luz las cosas que conviene hacer a oscuras.
—No vengo de periodista a hacer una investigación. Se trata de captar ambiente, ver personajes, comprender motivaciones, modos de estar. No me interesa lo que hacen, sino cómo y por qué lo hacen.
—Pero tú aquí eres un extraño. Cantas sólo con tu pinta. Y además, no me jodas, bastantes dificultades tengo ya para tener que preocuparme de un pipiolo que viene a ver el lado oscuro porque decora mucho en una novelita para intelectuales. Vete olvidando esa idea.
—Ni lo sueñes. Te guste o no, me vas a tener aquí pronto. No tienes nada que hacer. Ya sé cómo localizarte y conozco a algunos de tus amigos, así que mejor es que te hagas a la idea y me vayas preparando el terreno. O si prefieres, ya me lo prepararé yo cuando venga. No les vas a decir a tus socios que me echen a palos o de peores modos ¿verdad?
Alcé ligeramente la voz al pronunciar la última frase a sabiendas de que lo último que deseaba Feliciano era que alguien en las mesas vecinas comenzase a prestar atención a nuestra charla. La situación me estaba divirtiendo. Hacía un momento había sido advertido de que allí no se jugaba y no me lo había creído. Todo el mundo juega. Desde pequeño, nunca he podido evitar que las actividades consideradas importantes por los adultos me parecieran pueriles. La solemnidad de los políticos, de los negociantes, con sus semblantes tan serios, siempre me pareció una máscara con la que ocultaban la vergüenza que les daba ser tan mayores y enfrascarse en fútiles juegos, no muy diferentes en sus motivaciones de los que los niños acometen sin necesidad de ocultarse tras tan conspicuo ceremonial. Lo mismo que lo que diferencia a los jugadores de azar son las cantidades que arriesgan, así en los juegos de adultos unos ponen más y otros menos en el lúdico envite.
Me pareció que donde estaba Feliciano se jugaba fuerte y yo quería participar en la apuesta. Creía tener el privilegio de estar del lado de fuera, y por lo tanto menos implicado. De ahí mi diversión. Me producía una especial excitación la idea de abandonar la apacible senda por la que había transitado hasta entonces. Sentía un cosquilleo de burbujas bullendo traviesamente en mi cerebro. Las novedades me tenían en un estado de excitación creciente. Los contrabandistas o el sexo sin los límites impuestos por la civilizada cortesía, tal como lo había experimentado con Elena hacía tan sólo unas horas, eran cosas que sabía que estaban ahí; pero que generalmente transcurrían en un mundo paralelo al mío. Y ahora su proximidad me rozaba; no puedo decir que su cercanía me resultase desagradable.
Tenía que aprovechar la momentánea ventaja que había conseguido con Feliciano y que no podía prolongar sin arriesgarme a perderla. Puse sobre la mesa la misma cantidad de dinero que habían dejado cada uno de nuestros otros dos comensales ya idos y con una amplísima sonrisa dije con exagerada teatralidad:
—Prepara mi segunda venida. Por los viejos tiempos.
Su mirada denotaba más estupor que furia. No podía alzar la voz allí. Apresuré el paso, una vez en el coche, me acordé de Elena y mi primer impulso fue acudir a su encuentro. Pero decidí no llamarla. Todo estaba prometido para mi regreso y, aunque el vértigo que sentía anunciaba caída libre, decidí atar todos los cabos que pudiese. Me faltaba dinero para sobrevivir mucho tiempo, así que no me quedaba más remedio que intentar mantener algún vínculo con la editorial. No tenía todavía una idea muy clara de cómo se iba a tomar la Gran Clueca Consuelo mi abandono y era mi voluntad no quemar las naves. Estaba estrenando una audaz confianza que brotaba de la astucia de la que nunca estuve escaso, pero que hasta entonces apenas había utilizado para nada práctico.

Bernar Freiría

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