La solución no era la interdependencia económica

Se ha sostenido que el comercio entre los pueblos —entendido como libre intercambio de bienes— es una forma pacífica de relacionarse. La globalización representó la elevación a escala mundial de esa libre y civilizada forma de interactuar y por consiguiente algunos optimistas pensaron que las colaboraciones entre los pueblos habían realizado un salto hacia adelante que traería consigo la disminución, si no la desaparición, de la violencia en las relaciones internacionales. Desde las guerras a otras formas de imposición del poderoso sobre el débil.

Rusia, por ejemplo, se había convertido en el proveedor de gas y petróleo de numerosos países desarrollados, principalmente europeos, y por lo mismo se habría dicho que tenía un claro interés en seguir manteniendo un estatus de buen vecino con las democracias europeas. Sin embargo la invasión de Ucrania por parte de Rusia dio al traste con esas buenas relaciones de vecindad y sus antiguos clientes, además de sustituir a Rusia por otros proveedores de gas, comenzaron a proporcionar armamento a Ucrania para que pudiera hacer frente al invasor. Y todo ello con el telón de fondo de una posible utilización de las temibles armas nucleares.

Desde hace un año, el estallido del conflicto de Oriente Medio originado por un ataque terrorista a gran escala sobre Israel y respondido con una auténtica orgía de violencia por parte del país agredido amenaza ya con extender la guerra en toda esa zona del planeta, lo que acabaría implicando directamente a Irán con el que Israel parece decidido a entrar en conflicto armado. Y, de nuevo, las armas nucleares se perfilan también aquí como una amenaza posible.

En torno a todos estos conflictos más el de la posible invasión de Taiwan por parte de China se han ido creando nuevas alianzas, algunas de ellas sorprendentes, como la de Brasil que parece querer situarse al lado de Rusia. Por el momento no se puede hablar de un mundo dividido en bloques porque se desconoce el grado de compromiso en las alianzas, por ejemplo, entre Rusia y China. Lo que sí parece evidente es que hay una polarización entre países democráticos y regímenes autocráticos, pero tampoco hay una nítida línea divisoria, como mostraría el caso de Brasil. En todo caso, esto no representa una diferencia ideológica tan bipolar como en tiempos de la Guerra Fría, cuando el antagonismo estaba entre capitalismo y comunismo. Hoy, desaparecido este último, las ideologías se multiplican y las religiones —especialmente el Islam, y dentro de este las distintas ramas— se han convertido nuevamente en un elemento justificador de la violencia.

Estos estallidos bélicos llevan a los más pesimistas a pensar que nos acercamos peligrosamente a una tercera guerra mundial. De lo que no cabe duda es de que nos encontramos en un mundo fragmentado, entre otras cosas porque los aglutinadores económicos en los que había puestas muchas esperanzas no solo no están dando el resultado esperado, sino que están creando unas desigualdades entre países que provocan importantes y descontrolados flujos migratorios.

No podemos olvidar tampoco los retos sistémicos que se plantean a este mundo fragmentado, como el calentamiento global que exige una respuesta consensuada y coordinada cada vez más quimérica. La escasez y acaparamiento de materias primas, la falta de agua, la alarmante contaminación del medio ambiente, el descontrol demográfico en países pobres y un largo etcétera se suman a los asuntos que hacen imprescindible alguna forma de gobernanza global o, por lo menos, la existencia de organizaciones supranacionales con capacidad para ejercer algún tipo de dirección aceptada por todos. Vivimos un momento de la historia en el que la disgregación parece el obstáculo más serio para la solución de los problemas que nos amenazan como especie. Y por aquí, todos pendientes de Ayuso y Ábalos.

Artículo aparecido en:
La Opinión de Murcia

Fecha publicación:
10/20/2024


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