No tiene mucho sentido ponerse nostálgicos con relación a un pasado que, por idealizado, solo existe en el Mundo de las Ideas, que no es en el que hoy habitamos. Viene esto a cuento de que hace unos días escuché una entrevista a un hombre, de 85 años y que en cierto modo pertenece al pasado, Nicolás Sartorius, en la que se expresaba quizás con menos fluidez verbal que antaño, pero todavía con una claridad de ideas y con una solidez argumentativa admirables. La tentación era pensar cosas como “ya no se argumenta como antes” o “aquellos políticos sí que eran sólidos”. Tentación rápidamente vencida porque otros dos políticos de antaño, Alfonso Guerra y Felipe González, acababan de manifestarse sobre el mismo tema, la tan manoseada como de momento fantasmal amnistía. A diferencia del primero, estos hablaban en la misma clave que caracteriza últimamente? a todos los mal llamados argumentarios de partido, es decir, sin argumentar. Guerra y González se manifestaban rotundamente contrarios a esa supuesta amnistía que se supone que va a impulsar Pedro Sánchez en el Parlamento a favor de los secesionistas catalanes. El mantra repetido tanto por partidarios como por detractores es la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la medida de gracia, pero ninguno añade un solo argumento que avale la propia postura o que tire por tierra la del contrario.
Sartorius, en cambio, argumentaba sólidamente sosteniendo que una amnistía cabe perfectamente en la constitución del 78. Y eso es lo bueno que tienen los argumentos, que nunca son incontestables. Que, de hecho a un argumento se contesta con otro argumento que lo rebate. O no.
En la resaca de este reciente debate de investidura, que en realidad no ha merecido tal nombre, he encontrado solo juicios que aludían principalmente a la eficacia de los actores de uno y otro signo. La eficacia, por ejemplo del silencio de Pedro Sánchez —que le ha hecho un Feijóo a Feijóo— y su sustitución por el polémico muñidor de la antológica frase “de ganador a ganador”. O la eficacia de Alberto Núñez Feijóo —su victoria— no para postularse como presidente del Gobierno, meta que a priori se sabía imposible, sino para afirmarse como líder de su partido y de una posible oposición a Pedro Sánchez. La eficacia.
El problema radica en que, en lugar de consolidarse como lugar del alto debate político —esto es, confrontación de argumentos—, el Parlamento se ha convertido en teatro de representación de cara a un público externo —ciudadanos y ¡ay! periodistas— que ya solo espera gestos contundentes para otorgar su aprobación y adhesión o su rechazo. Visceralmente, sin argumentos.
Aristóteles ya sostenía que el fin de la argumentación es la persuasión, en la que también intervienen elementos de índole no estrictamente racional. Pero el problema es que en la actual persuasión esos elementos de índole no racional tienden a sustituir a los razonamientos y eso hace que predomine el gesto sobre el argumento. Y la ciudadanía, en lugar de exigente juez de la racionalidad de las propuestas de los políticos, se ha convertido en parroquia que solo espera del rito la gesticulación estentórea y espectacular. Es esta lamentable deriva lo único que tal vez justifique la viscosa nostalgia. |